Sin
embargo, la eficacia de estos criterios exige una condición: el deseo de vida, que
lleva consigo el amor al hombre.
El
criterio de la experiencia, en efecto, supone que la aspiración a la plenitud
no esté reprimida o apagada. El criterio de las obras supone que se concibe a
Dios como dador de vida y, en consecuencia, contrario a toda injusticia u
opresión o, en otras palabras, a toda represión o supresión de la vida en el
hombre.
Quienes,
como en el caso paradigmático de los dirigentes judíos, proponen la idea de un
Dios legislador, exigente, que legitima el poder que ellos ejercen y subordina
al hombre al orden establecido en la Ley que ellos manejan, nunca aceptarán los
criterios que propone Jesús. No el criterio de experiencia, por no reconocer a
Dios como dador de vida; tampoco el criterio de las obras, porque éstas se
oponen a sus propios intereses.
Esta
condición aparece en Jn 6,45, texto que une el criterio personal al de las
obras: «Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de
Dios"; todo el que escucha al Padre y aprende se acerca a mí». Jesús
suprime en el texto de la profecía la alusión a Jerusalén (ls 54,13: «Todos tu
hijos (los de Jerusalén) serán discípulos del Señor»), dando así al dicho una
amplitud universal. La manera como el Padre hace oír su voz y enseña la apunta
Jesús al interpretar el término «Dios» de la profecía por el de «Padre», el
dador de vida lleno de amor al hombre. Todo el que vea en Dios un aliado del
hombre que lo lleva a su plenitud se sentirá atraído por Jesús, es decir, apreciará
la verdad de su enseñanza y actuación.
Paralelamente,
en la oración de Jesús que termina el discurso de la Cena, encontramos este texto,
en el que Jesús habla al Padre de sus discípulos: «Ahora ya conocen que todo lo
que me has dado procede de ti, porque las exigencias que tú me entregaste se
las he entregado a ellos y ellos las han aceptado, y así han conocido de veras
que de ti procedo y han creído que tú me enviaste» (17,7-8). En el centro del pasaje
se encuentra la razón que hace saber y conocer: «las exigencias … las han
aceptado». Hay una decisión de la voluntad, aceptar las exigencias, que precede
al conocimiento y es condición para él. «Las exigencias» expresan la práctica del
mensaje (14,10; 15,7; cf. 3,34; 6,63). El plural indica que el mensaje ha sido
aceptado no como un principio teórico, sino previendo la multiplicidad de sus
implicaciones.
La
misma precedencia de la decisión respecto al conocimiento la expresa Jesús
dirigiéndose a los judíos que le habían dado crédito: «Para ser de verdad mis
discípulos tenéis que ateneros a ese mensaje mío: conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres» (8,31). No hay conocimiento sin previa decisión de la
voluntad, no se sale de la duda sin comprometerse por el bien del hombre.
En
efecto, no se puede conocer que Jesús es enviado de Dios, que su mensaje es
verdadero y que sus obras demuestran su misión divina o, lo que es lo mismo, no
se puede dar la adhesión a Jesús sin darla antes al hombre. Su mandamiento y
sus exigencias se refieren al amor de los demás; sus obras, que son el
argumento decisivo para probar la autenticidad de su misión (5,36; 10,38; 14,11),
son obras para liberar y ayudar al hombre. Los discípulos han llegado a la
certeza porque han aceptado las exigencias del amor. En Jn 3,33s se afirma: «el
enviado de Dios propone las exigencias de Dios, dado que comunican el Espíritu
sin medida»; los discípulos, al aceptar las exigencias del compromiso, experimentan
la acción del Espíritu en ellos: esto los convence de la misión divina de Jesús.
La
certeza de la fe no se funda, por tanto, en un testimonio externo, sino en la
experiencia de vida (el Espíritu) comunicada por el compromiso con el hombre, que
crea la comunión con Jesús. Apoyada en esa evidencia, la fe no necesita más prueba
y puede resistir todo ataque. Aparece de nuevo lo que es la verdad: la
evidencia de la vida experimentada.
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