Existe
en el prólogo de Juan una frase que proporciona el criterio que buscamos y que
de alguna manera funda todos los desarrollos que pueden encontrarse después en el
evangelio.
La
frase a que aludimos es la siguiente: «la vida es la luz del hombre» (1,4) (1).
Hay que notar muy bien lo que dice el texto. La vida es la luz del hombre, no
al contrario. Es decir, no existe para el hombre una luz que no sea la vida
misma en cuanto es visible y reconocible. Al ver la luz, lo que se percibe es
la vida.
Al ser
la luz de los hombres, físicamente vivos, la vida adquiere un significado que
desborda la mera existencia: es la plenitud de vida (d. 10,10: «yo he venido
para que tengan vida y les rebose»), en contraposición a una vida que no merece
ese nombre. La luz, por su parte, en cuanto realidad perceptible y reconocible,
es una metáfora para designar la verdad que ilumina y guía al hombre.
Teniendo
en cuenta estos significados, lo que se afirma en el texto no es que la verdad
lleve al hombre a la plenitud de vida, sino que para él la plenitud de vida es
la verdad y que donde no resplandece esa vida no hay verdad. Es decir, para el
hombre la única verdad (artículo exclusivo, «la luz») es la plenitud de vida
contenida en el proyecto divino (2) . Esta lo ilumina descubriéndole al mismo
tiempo la verdad de Dios, la del Padre que lo ama sin límite y desea comunicarle
su propia vida, y la verdad de sí mismo, al conocer la meta a que lo llama el
proyecto divino, realizado en Jesús.
La vida,
en cuanto luz, es para el hombre orientación y guía, la que le muestra su meta
y lo atrae a ella. Esa luz/verdad que ilumina (1,9) y guía al hombre ha de encontrarse
necesariamente en su interior. Esto significa que el hombre lleva dentro un anhelo
de plenitud que lo incita a realizarse; y este anhelo es constitutivo del
hombre, porque la plenitud de vida está contenida en el proyecto divino (1,4a), conforme al cual ha sido creado. El
hombre percibe que está destinado a la plenitud y que tal debe ser el objetivo
de su existencia y
actividad (3).
actividad (3).
Con su
frase, Juan se opone a la concepción rabínica de la verdad. De hecho, el
término «luz» era un modo ordinario de designar la Ley de Moisés en el ambiente
judío. La Ley como luz era la norma que debía guiar la conducta del israelita (Sal
119,105; Sab 18,4; Eclo 45,17 LXX; Nm 6,25; Apoc Baruc 59,2; 77,16). La
concepción rabínica podría formularse de esta manera: «la luz (=la Ley) es la
vida del hombre». Primero hay que conocer la Ley, como luz y guía, y su
práctica llevará a la vida (cf 7,49). Juan invierte la proposición: «la vida
era la luz del hombre»; lo que se conoce es la vida misma, y ese conocimiento y
experiencia es la luz del hombre, la
verdad que guía sus pasos, constituyéndose en norma de su vida y conducta.
Saquemos
la conclusión de estas premisas: La verdad es el resplandor de la vida en su
plenitud, que atrae y orienta al hombre, porque éste lleva dentro el deseo de
plenitud puesto por Dios mismo. Este deseo es ya barrunto de la verdad, y el
criterio para discernir la verdad está en la satisfacción de este deseo, es
decir, no puede ser otro que la experiencia personal de vida o la experiencia
de la comunicación de vida a otros. Dondequiera se descubra vida, sea en la
propia persona como en persona ajena, allí hay verdad. Donde no hay vida, no hay
verdad.
Estos
son precisamente los criterios complementarios que propone Jesús para
determinar o encontrar la verdad: la experiencia personal de vida y las obras
que comunican vida.
Veamos cada uno de los dos criterios.
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(1) Gr.
ton anthrápón, con sentido universal, que en castellano se expresa mejor
por el singular colectivo. .
2 El término
«luz» (phôs) designa la verdad en cuanto cognoscible por el hombre. Lo que
el hombre percibe de Dios es un amor sin límite (3,16: «Así demostró Dios su amor
al mundo, llegando a dar a su Hijo único»); ese amor es, por tanto, la verdad (alêtheia)
de Dios. A esto corresponde la definición «Dios es Espíritu» (4,24), es decir,
fuerza y actividad de amor.
El amor
fiel (1,14) o Espíritu, que es la verdad de Dios, es la fuerza vivificante (6,63)
propia de la vida: la realidad divina es una vida que se define por la
actividad del amor y se manifiesta en ella.
(3) Juan
previene así contra una interpretación intelectualista de su evangelio, que originaría
una lectura «al revés». Tal lectura convierte a Jesús en «el Revelador» (Bultmann)
de verdades ocultas, en las que está el secreto de la vida. Pero en Juan no es así;
por el contrario, Jesús se manifiesta como el dador de vida. No revela una
supuesta verdad cuyo conocimiento produciría la vida; da una vida que, experimentada
y reconocida, se revela como verdad. Por eso la prueba de su misión no es la sublimidad
de su doctrina, sino la eficacia de sus obras (6,36; 10,38). Reconocer la vida
que comunica es reconocer la verdad.
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