En Jn 7,14ss,
encontrándose Jesús enseñando en el templo, los dirigentes judíos se preguntan
por el origen del saber de Jesús: «¿Cómo sabe éste de Escritura si no ha estudiado?»
Jesús replica informándolos de que su saber no viene de las escuelas, sino de Dios: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha mandado». Sin embargo, esta afirmación de Jesús necesitaba ser probada, y él mismo aduce la prueba a continuación: «El que quiera realizar el designio de Dios conocerá si esta doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta» (7,17).
Como se
ve, Jesús no prueba su extraordinaria afirmación con argumentos ni citando textos
del A T. No invoca la autoridad de Dios ni la suya propia. El criterio para distinguir
la verdad de, su doctrina está en el hombre mismo, y a él se remite Jesús. El
no se impone, cada uno tiene que encontrar su certeza (4).
El
criterio que propone Jesús, independiente de su persona, se basa en la fidelidad
del hombre a Dios creador, en el deseo de realizar su designio. Este designio, que
concreta el amor universal de Dios, se expresa así: «que todo el que reconoce al
Hijo y le presta adhesión tenga vida definitiva» (3,16), es decir, vida en
plenitud. En quien la anhela, la doctrina de Jesús produce una experiencia que
le hace percibir su verdad: en ella ve el hombre la concreción de sus aspiraciones;
ella responde a su anhelo interior y le muestra cuál es la verdadera plenitud.
El
convencimiento es, por tanto, personal, no por testimonio ajeno y, mucho menos,
por imposición externa (5).
Este
criterio es propuesto por Jesús en otras ocasiones y podemos llamarlo «criterio
positivo». Pero en la misma ocasión propone también un criterio negativo: «Quien
habla por su cuenta busca su propia gloria; en cambio, quien busca la gloria del
que lo ha mandado, ése es de fiar y en él no hay injusticia». «La propia
gloria» es un hecho exterior y, por tanto, constatable; de ahí que su búsqueda
o la renuncia a ella pueda servir de criterio para juzgar la procedencia de una
doctrina. La búsqueda del propio prestigio delata que la doctrina que alguien
propone no procede de Dios, sino del hombre mismo; es un medio para favorecer
sus propios intereses.
Este
criterio completa el primero, expuesto en el versículo anterior. Aquél se
dirigía a quien escucha la doctrina de Jesús, y consistía en la experiencia
interna que ésta provoca en quien está en favor de la plenitud humana. Pero, para el público al que Jesús hablaba,
existía otra doctrina oficial que pretendía también tener autoridad divina, la
Ley, interpretada y manejada por los círculos de poder.
Por eso
añade un criterio externo, el de los intereses que defiende quien propone una
doctrina; éstos permitirán juzgar su validez. El criterio último de verdad es
la comunicación de vida al hombre, porque la verdad de Dios es ser Padre, el que por amor
comunica su propia vida. Quien con su hablar no pretende comunicar vida, sino
promover su propio prestigio, no sólo no refleja lo que es Dios, sino que, al
ponerlo al servicio de su interés, necesariamente lo falsifica. Ninguna doctrina
que redunda en beneficio del que la propone merece crédito.
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(4) El
verbo ginôskô, usado en esta frase, tiene entre sus significados el de
«conocer por experiencia" (cf. gnôsis).
(5) La fórmula
usada por Juan, «el Espíritu de la verdad» (14,17; 15,26; 16,13), abunda
en el mismo sentido. El Espíritu es la vida-amor del Padre y es principio
de vida (3,6). Al comunicarse, produce en el hombre una nueva
experiencia de vida que, en cuanto percibida y formulada, es la verdad.
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